Desconcertada. En el fondo todo el mundo es igual, aspira a lo mejo para uno mismo y para aquellos a los que quiere pero siempre según el rasero de su propio criterio. Y es que en el fondo no hay más que un rasero, el propio; y una razón de ser, la propia; y una forma de entender la vida, la que una está dispuesta a aceptar aunque sea a regañadientes. Lo demás existe, porque sabes que existe, pero sólo lo aceptas porque no hay más remedio. Porque también se acepta la violencia, la mediocridad, la falta de todo. Por supuesto que existe, pero no es lo propio, ni lo deseado, ni lo que nos corresponde, ni, por supuesto, lo programado para quienes nos importan.
Y te quedas mirando al infinito, que es como no mirar. Y contienes la respiración, que es como no respirar. Y mueves la cabeza, que es como pretender mover tu todo yo. Y sin embargo sigues donde y como estabas. Nada, salvo tú, ha cambiado. Y el mundo sigue siendo el mismo. Y el tiempo mantiene su propio ritmo. Y se te queda cara de imbécil. Y te preguntas: ¿es culpa mía? Y como sabes que nunca nadie te va a responder y que las preguntas sólo suelen tener respuesta si tu misma estás dispuesta a encontrarlas y una vez encontradas, que no es lo más difícil, estás dispuesta a exteriorizarlas, que eso sí es lo más difícil, pues eso, que te das un tiempo, y miras a otra parte, y te reconoces que la culpa no es tuya, y que a lo mejor no hay ni siquiera culpables, - ¿por qué habría de haberlos?, - pero no es suficiente. Tú tienes un concepto de la vida muy amplio donde cabe casi todo; y muy de pacotilla, porque cabe casi todo para los demás, porque los demás no cuentan, y si contasen no duelen.
Y te quedas mirando al infinito. Y como el infinito no está cerca de ti, esperas mejor ocasión…, ya para nada.
Menos mal que siempre has esperado mejor ocasión. Nunca te ha servido para nada y te has limitado a asumir lo irremediable, pero si a ello le sumas la absurda pretensión de que seguro que habrá mejor ocasión, puesta ya está todo resuelto. Mañana será otro día.
Y te quedas mirando al infinito. El infinito y mañana son la solución a tu propia limitación.
En realidad ¿quién coño eres tú para pretender abrir la boca por los demás aunque sean menos demás que los otros?
Y te quedas mirando al infinito, que es como no mirar. Y contienes la respiración, que es como no respirar. Y mueves la cabeza, que es como pretender mover tu todo yo. Y sin embargo sigues donde y como estabas. Nada, salvo tú, ha cambiado. Y el mundo sigue siendo el mismo. Y el tiempo mantiene su propio ritmo. Y se te queda cara de imbécil. Y te preguntas: ¿es culpa mía? Y como sabes que nunca nadie te va a responder y que las preguntas sólo suelen tener respuesta si tu misma estás dispuesta a encontrarlas y una vez encontradas, que no es lo más difícil, estás dispuesta a exteriorizarlas, que eso sí es lo más difícil, pues eso, que te das un tiempo, y miras a otra parte, y te reconoces que la culpa no es tuya, y que a lo mejor no hay ni siquiera culpables, - ¿por qué habría de haberlos?, - pero no es suficiente. Tú tienes un concepto de la vida muy amplio donde cabe casi todo; y muy de pacotilla, porque cabe casi todo para los demás, porque los demás no cuentan, y si contasen no duelen.
Y te quedas mirando al infinito. Y como el infinito no está cerca de ti, esperas mejor ocasión…, ya para nada.
Menos mal que siempre has esperado mejor ocasión. Nunca te ha servido para nada y te has limitado a asumir lo irremediable, pero si a ello le sumas la absurda pretensión de que seguro que habrá mejor ocasión, puesta ya está todo resuelto. Mañana será otro día.
Y te quedas mirando al infinito. El infinito y mañana son la solución a tu propia limitación.
En realidad ¿quién coño eres tú para pretender abrir la boca por los demás aunque sean menos demás que los otros?
4 comentarios:
¿Entender la vida? Por supuesto que no hay nada que entender. ¿Tener un concepto de la vida? Una superficial lectura de Ciorán lo transformaría de arriba abajo. Observar el infinito y esperar mejor ocasión, ¿para qué? Si el mundo no cambia y sólo nosotros nos desplazamos por este hongo contaminado. Aceptar kilos de culpabilidad cristiana o desprendernos de esa mochila cuya carga pusieron en nuestras espaldas. Sólo reconozco el mareo existencial que perturba la condena que sobrellevamos y que no cesa.
Un día no muy lejano a este mismo día dejas a un amigo con el que hiciste la carrera en el andén de la estación para que regrese a su casa de Vallada, vía Játiva. Y como es tu costumbre últimamente le plantas dos besos en las sudorosas mejillas y le reconoces todavía excitado por las horas anteriores, apenas dos horas o tres, agitando la mano y abanicándose con los libros que le has ofrecido para el viaje. Poco antes te ha contado sus desvelos de padre con hijos adolescentes, lo abochornado que está de la situación general de este país llamado España, las pocas esperanzas que tiene de que nuestro pleito con La Consellería de Educación por el nefasto requisito lingüístico se resuelva a nuestro favor… Le has dejado en ese punto del andén donde unas precarias barras metálicas te franquean el paso si no tienes billete, un hombre sonriente a pesar de todo, anunciando una nueva visita después de Las Pascuas. Y a los diez de esa escena recibes una llamada en Pontevedra anunciándote su muerte: un infarto a los 53 años. Una llamada que llega minutos después de otra que estuvo cargada de risas y chanzas con el pretexto de un mensaje divertido que tú habías enviado y al que ahora tenían a bien contestar. Diez minutos tan sólo, ese es el tiempo que calculas que pasó de una llamada a la otra. Y no más de media hora desde que llegaron tus cuñados y os pusisteis a celebrar el simple hecho de estar juntos con un vaso de vino en las manos. En medio de esa euforia y antes de la llamada anónima que te interroga sobre tu identidad para darte la desafortunada noticia, tú, precisamente tú has embarcado a los demás en un cambio de impresiones sobre los sentimientos y las emociones, los no declarados, aquellos que no se manifiestan por vergüenza y que por eso ocultamos, porque tal vez pueden ser mal entendidos o resultan poco convenientes en el mundo en que vivimos, nada propicios. Les has dicho que siempre fuiste uno de los más hoscos seres inexpresivos, sobre todo en público, que no perdías ocasión de borrarte de las efusiones multitudinarias con un retraído gesto de prevenido temor, pero que de un tiempo a esta parte te has aburrido tanto de esa imagen inhóspita que procuras resquebrajar las ruinas graníticas de lo que eres.
Que cada vez más, y no sabes muy bien por qué, prefieres dejarte ir, envalentonarte y tocar las emociones vivas de tu prójimo incluso con las palmas de las manos, sin tener que estar siempre adivinando o haciendo conjeturas. No sólo hacerlo con las miradas del corazón sino con las torpezas de todo el cuerpo. Y aunque no hayas abandonado tu misantropía al menos no frustras ese contacto cuando se produce. Si bien no te reconoces del todo en esos gestos al menos empiezas a superar el resentimiento de la vergüenza y los demás, siempre están los demás detrás de todo proyecto humano, no se muestran retraídos a tu nueva afabilidad o lo que sea que te pase.
Son estas impresiones cruzadas que se resuelven alrededor de una mesa con partidarios y detractores los que me acercan a esa otra llamada, la nunca deseada, la que clausura las horas restantes de esa tarde y las siguientes porque vamos a cruzar casi toda España para despedir a un amigo del que nunca voy a despedirme.
No, definitivamente tú ya no eres el mismo. Ni el tiempo lo es. Ni el mundo en abstracto. Ni tu prójimo.
¿Y quiénes, coño, somos nosotros para…? Me lo pone usted a huevos, y perdone la expresión, para repetirme y pretender aclarar lo que quise decir en la entrada que motiva su respuesta.
Las emociones son las emociones, están ahí, y ahí nos remueven hasta lo impensable haciendo tambalearse los cimientos de nuestras ficticias pero muy aparentes fortificaciones. Y es que somos simplemente apariencia, pretensión, imagen. Y hablando de imagen, la imagen recurrente que me viene permanentemente a la cabeza en temas como el que tratamos, y que ya he utilizado - seguro - más de una vez, es la del flan “el chino Mandarín” que conocí y disfruté en mi niñez, todo apariencia y simplemente polvos en su origen. Y así me imagino a nosotros mismos: somos lo que somos y no damos más de sí, que a lo mejor no es poco, pero aspiramos, y nos retorcemos las veces que sean necesarias para conseguirlo, a transmitir y reflejar al exterior una imagen firme, sin fisuras ni endebleces y, cuanto menos, aparentemente apetecible.
¿Qué importa que en el fondo sólo seamos eso, polvos amarillos artificiales, sucedáneos y sin ninguna consistencia?
Nosotros somos apariencia pero nuestros sentimientos, esos que nacen dentro y casi nunca transcienden, también son parte esencial de nosotros, y nosotros somos nuestros sentimientos con independencia absoluta que sepamos exteriorizarlos y transmitirlos a los demás. Si supiéramos hacerlo y además de hacerlo esa exteriorización correspondiera a sentimientos reales, que no suelen ir emparejados habitualmente, sería el colmo del colmo.
Yo aspiro a sentir y a emocionarme hasta los tuétanos. Mi impermeabilización exterior la acepto como acepto un sin fin de imperfecciones en mi persona que nunca conseguirán mediatizarme del todo y de de forma irremediable. Fastidiarme sí, que ya es bastante, pero tocarme y hundirme, ¡nunca!
Si, ya sé que usted va un punto más allá y yo me quedo en la superficie. Pero trataré de darle mi opinión muy brevemente.
¿Hay algo mejor y más maravilloso que la imprevisibilidad por injusta que parezca? Lo dudo. Es lo que nos da el exacto sentido de la vida y nos permite amarla al menos tanto como presumimos despreciarla. Siempre nos mantiene, aun sin darnos cuenta, con los ojos abiertos.
“Certus an incertus quando”, a eso se reduce todo. Pero saber que todo se reduce a un tiempo limitado e impreciso no nos hace ni más inteligentes, ni más prácticos, ni menos complicados por muy humanos que creamos ser. La libertad personal de la que hablaban nuestros mayores a lo mejor siempre ha venido a referirse a algo tan simple como eso: vencernos a nosotros mismos y ser más nosotros que lo y los demás, es decir, saber dar rienda suelta a nuestra emociones, aunque, por supuesto, dentro de un orden. Lo difícil parecer ser saber exactamente dentro de qué orden, ¿no?
Mi querido Calimatias siempre es un placer leerle.
Buenas:
ante sus palabras y el comentario de mi querido Calimatias, sólo dos canciones que recordé
http://www.youtube.com/watch?v=fxQcBKUPm8o&feature=related
o
http://www.youtube.com/watch?v=RIOiwg2iHio&NR=1
Besos
Ése es el problema, que no conseguimos desprendernos de nuestras pasiones, y sobre todo de la mayor de todas ellas, la que sirve para construir una imagen pública razonable que sea aceptada por los otros aunque no nos permita conciliar el sueño.
Toda la vida a la defensiva, deslegitimando al prójimo que llevamos dentro. Y cuando llegan los apremios de tiempo resulta que algunas personas ya no están, simplemente se desvanecieron y no supimos decirles lo que tantas veces hubo en nosotros y que les pertenecía a ellos.
La nobleza de la falsa compostura ha hecho más víctimas inocentes que cualquier otra guerra ética.
Crecer debería alejarnos de las fortificaciones innecesarias, de la mole de vana formalidad que nos afea la expresión de la cara. Deberíamos asumir que la apariencia y la imagen no son un fin en sí mismos. Los sentimientos contenidos, mediatizados, arbitrados por la formalidad del carácter y de la puesta en escena del ser social que nos habita no reconfortan en absoluto. Como usted dice, hay que buscar el colmo del colmo porque no siempre tendremos las ocasiones de cara.
¿Debería ser sólo una sana aspiración? Creo que no. Pero quedará reducida a puro deseo si a continuación vuelve a someternos el falso compromiso social, lo que llama usted “impermeabilización exterior”. Usted lo asume como un inevitable fastidio. Enorme fastidio, desde luego. Sobre todo cuando nos descubrimos juguetes del azar, de la imprevisibilidad asesina. Si ya sabe la respuesta, ¿por qué, entonces, ponerle el ronzal a las emociones?
No quiero emociones ordenadas. La cotidiana imprevisibilidad daría cuenta de ellas, las desordenaría siempre, buscaría un camino para que la impermeabilización exterior no resultara del todo eficaz. O, al menos, así lo añoro cada vez más. Tal vez lo que nos suceda es que tenemos miedo a mostrar vulnerabilidad, emoción sin contención. A conducirnos de manera distinta a cómo se supone que debemos hacerlo. Una vez caídos en el socavón de la formalidad y de la voracidad ajena por cercarnos en un determinado compartimento estanco, somos capaces de renunciar a nosotros mismos con tal de no perder nuestro prestigio. ¿Prestigio? De ahí mis muchos años de insomnio.
Su texto me resulta muy revelador, en él las dos fuerzas fluyen y tratan de adquirir protagonismo, pero aunque anhela el desgobierno de los sentimientos y emociones lo hace con exagerada cautela, sin alejarse de la orilla de la formalidad, el recuento y el orden. Supongo que si los cimientos fallan el espectáculo de la caída resulta tremendo. De ahí la añoranza de una necesaria seguridad.
Cincuenta y tantos años de pensar así no me han llevado a parte alguna. Sí, al insomnio del que hablé antes.
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