sábado, 6 de marzo de 2010

Una simple frase

Adam Walker, personaje de P. Auster, me dice sin levantar la voz: “Me quedo sin vejez. Intento no amargarme, pero a veces no puedo evitarlo. La vida es una mierda, lo sé, pero lo único que quiero es vivir más, más años en este mundo dejado de la mano de Dios”. Y la verdad es que no importa quién me lo haya dicho o en dónde lo haya leído. Incluso tanpoco importa demasiado que la frase no sea de las más originales dentro del ranking de frases medianamente brillantes y posiblemente huecas que nos solamos dedicar los unos a los otros con la pretensión de hacernos notar. Lo excepcional para mí, tras leerla, es que las palabras no se han desdibujado de inmediato para ser remplazadas por otras, que es lo que me suele ocurrir casi siempre. Esta vez se han quedado frente a mí dirigiéndome todo tipos de gestos y muecas hasta conseguir captar por completo mi atención.
¡Curiosa! – pienso tras leerla. ¡Terrible! – me digo seguidamente. Ese es el adjetivo que me ha venido de inmediato a la cabeza para resumir la sensación que percibo en mi interior.
Toda mi vida despreciando la vida, y de repente no es ya la vejez el temor de todos, - que tú siempre la has temido absolutamente- , sino que el miedo lo es precisamente a perder esa etapa de la vida que no puede significar otra casa que no sea frustración, inutilidad, molestia para unos y otros, tiempo vacío y, lo que es aún peor, sin sentido.
Pánico le has tenido y le tienes a la vejez. Evidentemente no a esa vejez de los muchos años, que es otra cosa, porque los años así entendidos, como sucesión de unos a otros produciendo los lógicos y amables o menos amables cambios que todos seríamos capaces de entender, son simplemente un accidente inevitable y por tanto asumible como efecto ajeno e involuntario; sino a la vejez real y demoledora: a la del deterioro total y cierto, a la de la ausencia, la del olvido, de la inmovilidad, de la dependencia; a esa vejez que se sufre inconsciente, si es que es inconsciente como se sufre, y queda reflejada – admirablemente dibujada en un escrito insuperable de mi admirada Sirena - en ese hilillo de saliva que discurre inevitable por la comisura de los labios de quien la sufre. Me refiero a esa vejez que debe convertir los días en lapsus de tiempo interminables, a las personas del entorno en insufribles y molestas, y a los renacidos recuerdos de no se sabe dónde en el único bálsamo eficaz para rebajar la incandescencia interior que debe producir la rabia de la impotencia que nunca es capaz de transcender al exterior para poder ser así compartida y mitigada por los demás. Me refiero a la rabia propia, terrible para uno mismo y sin embargo caprichosa y sin sentido para el juicio amable de los que no la sufren y, por tanto, resultan incapaces de entenderla.
Terrible, si. La vida es una suma de momentos, de acontecimientos, de minutos. Los debe haber felices y vacíos, y los debe haber reemplazables y hasta desechables. Pero seguramente ocurre todo eso con la vida, porque la vida siempre ¡es! y nosotros, - por muy imbéciles que seamos, que lo somos, - aunque no seamos capaces de palparla en toda intensidad, si al menos la intuimos o la imaginamos y nos percatamos que no siendo como ella es, al menos estamos y nos dejamos mecer a su capricho con la posibilidad de algo más, quizás incluso de mucho más si fuéramos capaces de vernos alguna vez frente al espejo y dejar de pensar que a quienes vemos reflejados en él nunca somos nosotros. Porque la vida nunca parece ser la nuestra aunque lo sea, y nosotros tampoco parecemos ser nosotros aunque lo seamos. Y las cosas siempre les pasan a los demás. Y por ello nos limitamos a esperar. Y a disimular. Y a disculpar. Y a tantas cosas absurda, ¡que vaya usted a saber! Pero siempre parece haber alguna razón aparentemente valida que nos incite a mirar a otra parte, seguro.
En fin; la vida es una posibilidad. Es una incertidumbre. Un siempre después. Y ese después, y ese distinto, y ese quizás o quién sabe qué nos da alas para, incluso, aniquilarla sin compasión, que es el colmo del colmo. La vejez, por el contrario, no nos deja margen, es la derrota y nada más. Una rendición ignominiosa y sin condiciones.
¡Terrible! ¿no?
Sí, la vida no me da pánico. La llevo como puedo aunque no la entienda del todo, y confío en ella mientra ella decida ser en mí aunque yo sea un mero espectador de lo que me acontece. ¿La vejez? …. La vejez es otra cosa.
¿De verdad tendría que frustrarme perdérmela?

7 comentarios:

calimatias dijo...

Entonces la vejez, la descrita por usted, es la no vida; el punto de inflexión, lo irreparable, la fragua de la nada.
Frente al derrumbe silencioso está el proceso que conduce inevitablemente a él; esto es, el aplazamiento que nos salva durante unos cuantos años.
Puede resultar aceptable el proceso de envejecimiento mientras controlemos nuestras reacciones, poco menos que una serie de pequeñas descargas que no causan grandes males pero abren las puertas al entendimiento sobre el inevitable declive. Se nos advierte de lo que está por llegar pero sólo tomamos nota del aplazamiento. Según eso la vida es un acto continuo de postergación.
El circunloquio se apodera de la trama, del escenario y del espejo.

En los últimos días dos alumnas de segundo de bachillerato han cumplido 18 años. Se han unido a la celebración de una tercera que se ha sacado el carnet de conducir recientemente, y al hilo de semejantes acontecimientos les ha dado por recordar quiénes eran hasta ayer mismo. Todavía me piden el DNI cuando voy a por cervezas, dice una de ellas, pero lo más raro es que veo a mis amigas mayores. Curiosa reflexión a los dieciocho años del irreparable tempus fugit. Es como un desaire que se vive como leve ultraje frente al mundo adulto de la responsabilidad y la ley. Son precoces en el anhelo de un tiempo cercano pero ya cancelado, y eso que tienen toda la juventud por delante.

La persona mayor que suelo visitar algunos fines de semana sufre detrás de un susurro lastimero y cotidiano. Observo el breviario rojo entre sus manos que tiene el pomposo nombre de: para hablar con dios, también observo el desencuentro irreparable de los dedos atrofiados de sus manos que se buscan una y otra vez mientras pide explicaciones a la bárbara vejez que le rompe el alma; vejez innecesaria y sin sentido, según ella, vejez que la tiene sujeta al mayor de los desamparos: el extrañamiento de uno mismo. Esta mujer se queja de no entender qué hace aquí. Desearía desaparecer, volatizarse, alejarse lo más posible de la sombra de perplejidad que la circunda. Cuando te mira no aparta la mirada hasta que se le termina la comprensión para con el mundo de los vivos, que es casi al instante mismo de mirarte. Entonces regresa a la conversación con los ausentes, los trae al anodino presente gris, les habla con terca familiaridad. Se interroga una y otra vez por las causas que la atan al mundo civilizado y en paz de los vivos cuando ella ya no se siente solidaria con él, ni le pertenece ni se pertenece a sí misma. Es fácil advertir que tan sólo le quedan los hilos desflecados de unos cuantos recuerdos repetitivos con los que construye su soliloquio. Porque la única posesión que en verdad pertenece al hombre debe de ser el recuerdo.

Supongo que en medio de esas dos escenas está la edad insolente de adultos como nosotros, lectores de Auster y de Roth, más cercanos al ocaso de todo que al inicio de la aburrida burla, desdeñadores de lo que signifique conformismo, salteadores de los caminos de la experiencia propia porque no puede haber otra, propensos al desajuste emocional y a simplificar la obra con un mutis desdeñoso que no contribuya a acrecentar las deudas con los demás; las deudas y los deudos.
A lo mejor la vida es un deporte que consiste en mirar y observar esa parte de vida no vivida que nos hemos ido dejando arrebatar.

Sirena Varada dijo...

Calimatías, creo que ha dado usted en el clavo: la vejez es irreparable y la vida, un acto continuo de postergación.
En una ocasión le escribí a un amigo:

“... Tal vez no le mencioné la labor de desgaste psicológico que mi abuela materna hizo con mi hermana y conmigo durante nuestra infancia y adolescencia en relación con la vejez. Un persistente y eficaz trabajo de sensibilización contra la senectud. La divisa era: "Qué horrible es la vejez, todo es fealdad, todo es espantoso, pero ya..., ya llegareis y lo sufriréis". No hay nada bonito ni bueno en la vejez, todo es feo e insufrible -decía-. Para cerrar monotema, nos recitaba siempre un refrán que acababa con este aserto: "... Rapacejo -dijo el viejo- deja en paz la ancianidad que a fe mía algún día tú también aquí vendrás". Mi pobre abuela había tenido una vida sencilla, sin grandes sobresaltos y hasta agradable. Murió con demencia senil, olvidando las cosas más inmediatas, y recordando con precisión matemática los hechos luctuosos de la "La Semana Trágica de Barcelona" que vivió cuando tenía unos cuatro años. A mi hermana y a mí nos dejó en herencia una gerontofobia intratable.

Yo no cambiaría mis veinticuatro años por nada del mundo, y cuando los sobrepasé largamente me encontraba tan estupenda que jamás me vi como señora sino como una adolescente venida a menos, que por fin había vencido la batalla al acné, aunque nunca tuve granos. En dicha tesitura, no me pareció el momento apropiado de plantearme cuestiones existenciales y otras reconvenciones a cara de perro sobre la temporalidad y su realidad verdadera y motora, que bien podrían esperar hasta cumplir unos años más, algo que me parecía tan alejado en el tiempo como el día del Juicio Final. Sumé a ello consideraciones de mayor enjundia y calado: lo efímero, lo que muere, lo que escapa, los arrepentimientos, el pragmatismo, la culpa, lo irrecuperable, la frustración y hasta la resurrección de la cantinela de mi abuela, y firmé una letra de cambio en cuyo vencimiento ponía: Todo esto te lo planteas el día menos pensado. Fue mi forma de aplazar la obsesión -natural y a la vez inculcada- por el paso de los años. Y el día menos pensado llegó, inopinadamente, con cierta benevolencia, cuando por fin crees estar mucho más adaptada para seguir tu camino con los meandros que dispones al efecto y sepas acertar, es decir en la “edad insolente” a la que alude Calimatías.

Todos hemos encontrado en un momento dado una frase que nos atrapa, nos engancha, o se posiciona frente a nosotros gesticulando, provocándonos un cierto desasosiego. La letra de una canción “Los Suaves” me llega al hilo de la frase que a usted, Isadora, le ha impactado, envuelta en un misterioso halo de provocación:

He cometido el peor de los pecados:
No ser feliz,
y ni siquiera haberlo intentado.

La vejez es irreparable, pero sí se puede intentar no cometer el peor de los pecados ¿No cree?

calimatias dijo...

Me viene al recuerdo el poema de Borges. Cumplidos ya los 70 años escribió un libro de poemas que está, como los otros, plagado de sus obsesiones habituales. Lleva por título "La moneda de hierro"(1976) y entre los poemas hay uno que lleva por título "El remordimiento". Dice así:

He cometido el peor de los pecados
que un hombre puede cometer. No he sido
feliz. Que los glaciares del olvido
me arrastren y me pierdan, despiadados.
Mis padres me engendraron para el juego
arriesgado y hermoso de la vida,
para la tierra, el agua, el aire, el fuego.
Los defraudé. No fui feliz. Cumplida
no fue su joven voluntad.
Mi mente
se aplicó a las simétricas porfías
del arte, que entreteje naderías.
Me legaron valor. No fui valiente.
No me abandona. Siempre está a mi lado
la sombra de haber sido un desdichado.

Sólo se me ocurre decir que hasta es hasta posible que Los Suevos lo tuvieran presente en su canción.

En cuanto al texto de Isadora, no fui justo en su apreciación. Lo llevé al terreno personal de mis propias obsesiones ya que tenía muy grabadas esas dos escenas. Lo cierto es que a Isadora no le interesa el derrumbe de la vejez. Sabe muy bien de su existencia, pero lo que ella ha pretendido decirnos es que hay que seguir mostrándose valientes con el vivir de cada día, aceptarse en el hecho mismo de vivir aunque no sepamos de qué va aquello. Y si nos acercamos inexorablemente al precipicio hay que celebrar el día a día porque todo consiste en esa hazaña. En los textos de Isadora siempre hay asideros y esperanzas. Lo celebro por ella y por su fe vital. Lo celebro también por sus lectores, entre los que me encuentro, porque así podemos sustentarnos en la devoción ajena, en las energías de ese ánimo irredento, al menos durante un tiempo. Siempre es bueno aprender de los que todavía tienen confianza. Resulta mucho más atractivo que glorificar la ruina moral o la espantada existencial.

Sirena Varada dijo...

También yo trasladé las palabras de Isadora al terreno de mis particulares obsesiones (argumentadas). No me importa escribir cosas nada atractivas pues tengo el defecto de no ser políticamente correcta, pero no se preocupe, no volveré a intervenir (¿irrumpir?) en sus diálogos. Me superado su particular aspereza.

La letra de la canción a la que aludía no es de “Los Suevos”, es de los Suaves, un pequeño matiz sin importancia.

Isadora dijo...

¿Por qué este espacio se llamó “Encuentros”? Pues precisamente por ello, porque aspiraba a ser un lugar de encuentros ocasionales donde cualquiera, incluso yo, pudiéramos decir lo que quisiéramos. Reconozco que muchas de mis entradas son artificiosas e inconsistentes, y que son los comentarios de los demás los que las transforman en algo medianamente coherente y útil o al menos las apuntalan convenientemente para que puedan servir de acicate a nuevos intentos.

Calimatias: me encanta que vea usted en mis escritos “asideros” y “esperanzas”, es mucho más de lo que conscientemente sabría ofrecerme a mi misma y aun menos a los demás. Me falta fe y también generosidad.
Sirena: creo que si usted dejara de comentar mis escritos y Calimatias dejara de ser mi Guadiana particular, - por aquello de aparecer y desaparecer casi caprichosamente- clausuraría en este mismo instante este blog. Son sus reflexiones particulares las que importan, y son ellas las que me enriquecen a mi, no a mi blog, que no es más pura palabrería. Es más, seguramente no le habrá pasado desapercibido que cuando más me manifiesto exteriormente y sin artificios es cuando haciendo míos sus escritos me veo incentivada por ellos a comentarlos.
Gracias a los dos.


PD. - No puedo imaginar que entre ustedes dos pudiera haber algún malentendido. Seguro que he leído mal. En todo caso tomo buena nota del poema de Borges, la canción de Los Suaves, y de lo que hubieran hecho con respecto al tema que nos ocupa, sea lo que sea, los mismísimos Suevos

calimatias dijo...

No lo entiendo. Me escapo a 1000kms de distancia de una ciudad que se quema a sí misma y encuentro el incendio en esta página. Como dice Isadora, no comprendo que entre usted y yo pueda haber malentendidos. Me equivoqué con el nombre del grupo y también erré al escribir:” hasta es hasta posible”, pero eso se debió a que lo envié sin tiempo de releer lo escrito ya que tenía una mosca cojonera que trataba de cohibirme por detrás del cogote, cosa que detesto.
Su escrito me pareció entrañable y lo disfruté como no puede hacerse idea. Los recuerdos propios y las evocaciones de su abuela materna calaron muy adentro. Pero no estoy diciendo nada nuevo si repito aquí que a usted la sigo desde hace años, incluso desde antes que escribiera sobre Roth. Soy un fiel seguidor de su sensibilidad y de su escritura. Y eso que no soy adicto a los blogs, tan sólo sigo tres y el suyo de manera especial. Y si no intervengo apenas es porque usted dice por mí lo que yo no sería capaz de decir la mitad de bien. Pero confío en sobreponerme algún día y volver a puntualizarle. Es decir, agradecerle lo que hace por nosotros al escribir así de bien y con elevado compromiso. Nada de lo que usted expresa me es ajeno y por eso me interesa cuanto escribe, si no fuera de este modo no me pondría ahora mismo a explicarme, pero cuando he descubierto su pena y esa susceptibilidad que presumo producto de que no le soy indiferente, me ha removido algo por dentro. Tampoco quiero alargar la sombra de los elogios o se desvanecerán.
Sólo tiene que saber que mi respuesta a Isadora era lo que iba a continuación del poema de Borges. Éste lo trajo usted a mi recuerdo con la letra de Los Suaves, pero antes de eso se me cruzaron las dos escenas de marras y pasé de lo otro. Tras leerla a usted con entusiasmo y una pizca de nostálgica tristeza, decidí devolverle a Isadora lo que debió ser mi inicial escrito. Pensé que ya me había cargado su entrada anterior con mi enfermizo análisis literario. De hecho, salvo ella misma, nadie más entró a comentarlo. Ahora imaginé un desenlace parecido. Con mis escenas y sus observaciones argumentadas me pareció que cerrábamos el camino a otros interlocutores. No me pregunté por qué, pero lo pensé así. La mente juega estas malas pasadas.
Lo sabe también como yo, el oficio de vivir es arduo y uno no siempre decide lo que le conviene. Pero, por dios, no abandone los “encuentros” de Isadora, también algunos la buscamos en ellos y nos felicitamos cuando hace acto de presencia.

Sirena Varada dijo...

Una vez le dije a un amigo, por lo visto con bastante arrogancia y desfachatez, que mi ego me impedía sentirme estúpida. Él, astuto y sanchopancesco, me recordó que hay cosas que jamás se deben decir pues:... “zas, zas, zas, zas, en toda la boca”.

Confieso que a la vez que escribía sobre el tema de la vejez, me arrepentía y me preguntaba por qué estaba desnudando mis obsesiones, y qué necesidad tenía de desenterrar mi flanco más vulnerable. Acaso porque en este lugar me siento como en mi casa y sé que nunca me van a censurar. He metido la pata y ni si quiera el pasional arrebato de susceptibilidad de una mala interpretación lo justifica. Ahora sólo tengo dos opciones: Una es que me trague la tierra, la otra (menos eficaz pero más honesta) es ser sincera y decirles que lo siento: Lo siento.

PD. Querida Isadora, a la vista de lo que ha dado de sí ”Una simple frase” creo que sería mejor no hacerle una simple pregunta, pero me arriesgaré: En qué quedamos, ¿eran los suaves, los suevos o los uevos?