sábado, 27 de marzo de 2010

La importancia de…

Buscar, buscamos; estoy convencida. Nos pasamos toda la vida consciente e inconsciente buscando algo, habitualmente la razón de nuestro ser, que no es poco.
Hay quienes no son conscientes de esta búsqueda y bastante tienen con sobrevivir, que no deja de ser la razón única y fundamental cuando incluso se les niega esa.
Hay quienes se quedan por el camino y entienden que tras otros logros de menor calado ya han llegado a su meta, y seguramente así es puesto que nunca hay una meta colectiva, sino la propia, esa que mide con precisión el grado de satisfacción o insatisfacción personal que para el común de los mortales es el “no va más”. ¿No hay alucinógenos, consoladores, y sucedáneos de cualquier cosa? ¡Pues entonces!
Siempre depende de nosotros: de adónde queramos ir, de hasta dónde pretendamos llegar, y a lo mejor de que aun no pretendiendo llegar a alguna parte por decisión propia lo nuestro fuera simplemente capear el temporal dejándonos llevar con un mínimo de dignidad a dónde según parece se pudiera encontrar nuestro destino. Los hay, está visto, de todos los colores, olores y texturas. Por supuesto.
Hay incluso quienes ni siquiera se permiten hacer ruido al andar y se contentan con arrastras los pies por miedo a despertar a los demonios interiores propios y también ajenos. Legitimo. Tan legitimo como triste.
Pero también estamos los que buscamos la razón de ser y el porqué de las cosas, y no nos contentamos con ser socialmente correctos, familiarmente consonantes, e individualmente nada convulsivos, siempre dentro de un orden que nos impediría manifestarnos más allá de lo estrictamente necesario en cualquier reunión donde hubiera más de dos. En tales ambientes seriamos, sin gran esfuerzo, perfectos adornos dentro de un contexto floral sin pretensiones de mucho más. Pero cuando en el escenario de la vida sólo hay otro más, y ese más es – según creemos, o estamos seguros, o creemos estarlo, que ya es más que razón suficiente para coartarnos en nuestra libertad emocional lo necesario -, la razón de nuestro ser, entonces sí, entonces sin perder la compostura solemos manifestarnos tal y como somos o creemos ser, aun cuando nuestra pretensión, una vez exteriorizada, nunca deje de ser estrambótica en opinión de nuestro interlocutor, desacostumbrado, las menos de las veces, o demasiado acostumbrado. la más, a nuestras salidas de tono, que para él, - para ella, según los casos -, se le antojan, para asumir su propio rol del que se siente manifiestamente satisfecho, injustas, caprichosas, lógicas en nuestro estado habitual de falta de equilibrio, o consecuencia inevitable de nuestras filias y fobias viscerales. El o ella jamás pondrán en tela de juicio su propio criterio, su idea preconcebida de las cosas, esa que fundamentó su propia elección, la que tuvieron que hacer algún día y ante alguna circunstancia especial, aún siendo seguramente total o parcialmente cuestionable, pero que ya forma parte de su propia estructura mental inquebrantable. ¿La verdad absoluta? La suya, ¡por supuesto!
Terrible. Cuanto menos tan terrible como la falta de otras verdades en su interlocutor, - nosotros, - aunque fueran incluso de orden inferior. En fin, la caraba. Y mientras y a pesar de todo seguir buscando no ya la razón de ser, que nunca es el objeto real de nuestra búsqueda, sino del tiempo, del momento, hasta de la coyuntura de los astros que faciliten la exposición de nuestros motivos y la compresión y aceptación de ellos por parte de quien nos escucha y a quien pretendemos convencer de nuestro ser. Y esa conjunción de astros nunca parece producirse.
A veces no encontramos las palabras precisas para decirnos que nada somos, ni fuimos, ni seremos jamás sin el reconocimiento aunque sea con condiciones de quien nos escucha sin oírnos. A veces chocamos contra la barrera infranqueable de quien no nos quiere entender perdido en su propio soliloquio. Y a veces, acertando a decir lo que queremos e intuyendo que nuestras palabras cayeron en tierra fértil, hay siempre algo, esa razón, - para nosotros sinrazón,- de los demás que parece distorsionar la realidad para convertirla en esperpéntica, fútil o inconsistente, sin que, por tal razón, merezca la consideración necesaria para ser tenidas en cuenta.
Y vuelta a empezar. Más frustración. Más vaciedad. Demasiada inconsistencia. Total incomprensión. Y dejar pasar los días. Hacerse mayor simplemente dejando pasar el tiempo que es la forma más absurda de hacerse mayor. Y como a una le queda un punto de no sé qué, que a lo mejor es esperanza, seguir tentando a la suerte esperando mejor ocasión, lugar más propicio, y una actitud distinta en el interlocutor, ése o ésa que nunca debiera cambiar, porque si cambiara también sería otra historia y seguramente ni siquiera la nuestra. Posiblemente ni mejor ni peor, pero con seguridad otra distinta.
¿Y qué buscamos en el fondo? ¿Tal vez el reconocimiento por un instante de quien suele negarnos sistemáticamente? Pues seguro que es eso.
¡Caray, qué poco somos!

sábado, 6 de marzo de 2010

Una simple frase

Adam Walker, personaje de P. Auster, me dice sin levantar la voz: “Me quedo sin vejez. Intento no amargarme, pero a veces no puedo evitarlo. La vida es una mierda, lo sé, pero lo único que quiero es vivir más, más años en este mundo dejado de la mano de Dios”. Y la verdad es que no importa quién me lo haya dicho o en dónde lo haya leído. Incluso tanpoco importa demasiado que la frase no sea de las más originales dentro del ranking de frases medianamente brillantes y posiblemente huecas que nos solamos dedicar los unos a los otros con la pretensión de hacernos notar. Lo excepcional para mí, tras leerla, es que las palabras no se han desdibujado de inmediato para ser remplazadas por otras, que es lo que me suele ocurrir casi siempre. Esta vez se han quedado frente a mí dirigiéndome todo tipos de gestos y muecas hasta conseguir captar por completo mi atención.
¡Curiosa! – pienso tras leerla. ¡Terrible! – me digo seguidamente. Ese es el adjetivo que me ha venido de inmediato a la cabeza para resumir la sensación que percibo en mi interior.
Toda mi vida despreciando la vida, y de repente no es ya la vejez el temor de todos, - que tú siempre la has temido absolutamente- , sino que el miedo lo es precisamente a perder esa etapa de la vida que no puede significar otra casa que no sea frustración, inutilidad, molestia para unos y otros, tiempo vacío y, lo que es aún peor, sin sentido.
Pánico le has tenido y le tienes a la vejez. Evidentemente no a esa vejez de los muchos años, que es otra cosa, porque los años así entendidos, como sucesión de unos a otros produciendo los lógicos y amables o menos amables cambios que todos seríamos capaces de entender, son simplemente un accidente inevitable y por tanto asumible como efecto ajeno e involuntario; sino a la vejez real y demoledora: a la del deterioro total y cierto, a la de la ausencia, la del olvido, de la inmovilidad, de la dependencia; a esa vejez que se sufre inconsciente, si es que es inconsciente como se sufre, y queda reflejada – admirablemente dibujada en un escrito insuperable de mi admirada Sirena - en ese hilillo de saliva que discurre inevitable por la comisura de los labios de quien la sufre. Me refiero a esa vejez que debe convertir los días en lapsus de tiempo interminables, a las personas del entorno en insufribles y molestas, y a los renacidos recuerdos de no se sabe dónde en el único bálsamo eficaz para rebajar la incandescencia interior que debe producir la rabia de la impotencia que nunca es capaz de transcender al exterior para poder ser así compartida y mitigada por los demás. Me refiero a la rabia propia, terrible para uno mismo y sin embargo caprichosa y sin sentido para el juicio amable de los que no la sufren y, por tanto, resultan incapaces de entenderla.
Terrible, si. La vida es una suma de momentos, de acontecimientos, de minutos. Los debe haber felices y vacíos, y los debe haber reemplazables y hasta desechables. Pero seguramente ocurre todo eso con la vida, porque la vida siempre ¡es! y nosotros, - por muy imbéciles que seamos, que lo somos, - aunque no seamos capaces de palparla en toda intensidad, si al menos la intuimos o la imaginamos y nos percatamos que no siendo como ella es, al menos estamos y nos dejamos mecer a su capricho con la posibilidad de algo más, quizás incluso de mucho más si fuéramos capaces de vernos alguna vez frente al espejo y dejar de pensar que a quienes vemos reflejados en él nunca somos nosotros. Porque la vida nunca parece ser la nuestra aunque lo sea, y nosotros tampoco parecemos ser nosotros aunque lo seamos. Y las cosas siempre les pasan a los demás. Y por ello nos limitamos a esperar. Y a disimular. Y a disculpar. Y a tantas cosas absurda, ¡que vaya usted a saber! Pero siempre parece haber alguna razón aparentemente valida que nos incite a mirar a otra parte, seguro.
En fin; la vida es una posibilidad. Es una incertidumbre. Un siempre después. Y ese después, y ese distinto, y ese quizás o quién sabe qué nos da alas para, incluso, aniquilarla sin compasión, que es el colmo del colmo. La vejez, por el contrario, no nos deja margen, es la derrota y nada más. Una rendición ignominiosa y sin condiciones.
¡Terrible! ¿no?
Sí, la vida no me da pánico. La llevo como puedo aunque no la entienda del todo, y confío en ella mientra ella decida ser en mí aunque yo sea un mero espectador de lo que me acontece. ¿La vejez? …. La vejez es otra cosa.
¿De verdad tendría que frustrarme perdérmela?