Ya sé que soy pesada y que me reitero sin medida, pero es que tampoco me resigno a aceptarlo sin más. ¿Es qué la vida no podría ser un poco más amable con todos y cada uno de nosotros? Y si no lo puede ser, ¿de qué va esto?
Me encantaría tener quince años y poder repetir la misma cantinela de entonces y de siempre: “¿Qué culpa tengo yo? ¡No, yo no pedí nacer! ¡Vosotros no me entendéis!” - Me encantan las frases redondas. Son tan contundentes y vacías. – Pero a esa edad lo de menos es la frase y lo de más la edad. Sólo la inconsistencia por falta de edad de uno mismo debiera permitirnos encontrar muletas de tal calibre,- ¡imagino!-. Después, cuando la edad no nos acompaña, esas muletas, de pretender apoyarse en ellas, dejan a quienes las utilizan en manifiesta evidencia.
Con quince años ni yo misma me entendía, por supuesto, pero me bastaba con saber a quiénes adjudicar las culpas. Era la manifestación externa del sempiterno juego del amor-odio-amor - porque el odio era una consecuencia lógica de la endeble e inestable autosuficiencia -; o del desamor de pacotilla como forma y manera de autojustificarse; o del miedo a lo desconocido, que todo lo es; o de la osadía sin más: o tal vez el de la ignorancia altanera que debe ser la mayor de las ignorancias o de las osadías, y posiblemente por ello la única que exonera de toda posible responsabilidad.
En fin, que me encantaría tener esa edad, pero no la tengo y ya me ha pasado el tiempo de las culpas ajenas; ahora vivo el momento de las propias, ciertas, adjudicadas gratuitamente o imaginadas, esas que existen y no sabemos el porqué pero ahí están y generan consecuencias negativas o, al menos, determinados estados emocionales de inestabilidad en quienes las sufrimos y nos vemos obligados a sobreponernos a ellos.
Ayer puse el zapato de mi píe derecho sobre un cojín del sofá que hay en el comedor de mi casa; lo puse en un extremo del sofá para que no hubiera dudas de a quien pertenecía a pesar de ser el único zapato en aquel sofá. Era un zapato casi nuevo y lo había limpiado a conciencia. No esperaba nada, lo reconozco. Era absurdo esperar. Y más absurdo aún esperar a mi edad. ¿Qué podía esperar si ya estaba al cabo de la calle, y la calle tiene eso, que allí estamos todos: lo sobrados, los normales y hasta los necesitados de todo que, felices no, pero que pasan de casi todo por aquello de saber tener que aguantarse a si mismos y a sus circunstancias negativas? No, no esperaba nada. Pero aun no esperando nada dejé mi zapato perfectamente lustrado y con su corazoncillo de cuero expectante. Antes, mucho tiempo atrás, también había dejado bajo mi almohada un diente pequeño, de los de leche, que se me había caído esa tarde. Ahora no me sobran los dientes, y además ninguno es de leche, y tengo los zapatos precisos sin poder prescindir de ninguno, pero, por el contrario, sigo teniendo la esperanza intacta, y por ello – pobre de mí - espero. Bueno, más que esperar, que la verdad es que no espero, si estoy abierta a lo imposible que es como más asumible, imagino.
¿Por qué lo imposible tiene que ser necesariamente imposible? Entonces, si fuera necesariamente así, ¿qué nos quedaría?: ¿Dejar pasar el tiempo? ¿Amagar los golpes e intentar quitarse de en medio? ¿Tal vez ingerir una copa de algo conocido y tolerado confiando en que nos aletargase lo suficiente pero no tuviera consecuencias molestas después? …. ¿Adormecer nuestros sentidos? ¿Adormecernos nosotros? ¿Quedarnos danzando en la cuerda floja con la más estúpida de nuestras sonrisas?
¿Por qué lo imposible tiene que ser necesariamente imposible? Entonces, si fuera necesariamente así, ¿qué nos quedaría?: ¿Dejar pasar el tiempo? ¿Amagar los golpes e intentar quitarse de en medio? ¿Tal vez ingerir una copa de algo conocido y tolerado confiando en que nos aletargase lo suficiente pero no tuviera consecuencias molestas después? …. ¿Adormecer nuestros sentidos? ¿Adormecernos nosotros? ¿Quedarnos danzando en la cuerda floja con la más estúpida de nuestras sonrisas?
Si, ya lo sé, me está quedando de dulce, pero nada de eso es lo que quería decir. Lo que quería decir es que la vida tendría que ser algo más amable con nosotros, con cada uno de nosotros. Que somos un monto de entupidos; sí, ya lo sé. Individualmente menos estupidos que colectivamente, pero a fin de cuentas poco más que simples tarados mentales. Aguantamos lo inaguantable. Nos quitamos de en medio con la pretensión de que nada nos afecte, y, sin embargo, cada acontecimiento por mimio que parezca nos arrastra como nos arrastraría, sin remisión, cualquiera de esas corrientes de agua que nos muestran los telediarios de cualquier cadena y que siempre parecen afectar a los demás, aunque a nosotros nos dejen los acontecimientos permanentemente al borde del sumidero y a punto de desaparecer para siempre.
Si en su momento nada había bajo mi almohada y nada junto a mi zapato, ¿qué podrá haber cuando cierre los ojos por última vez? No quiero ni pensarlo. … Pero, ¿es que tendría que haber algo necesariamente? ¿Y si lo hubiera tendría que depender de mí? Y si para nada depende de mi, ¿de qué me quejo tan amargamente? …
Ayer, después de lustrar mi zapato lo mejor que supe, lo coloqué sobre un cojín del sofá del comedor. También deje una botella de buen Coñac y un plato con polvorones para por si acaso. Y a pesar de todo hoy no ha pasado nada extraordinario. La culpa es mía, lo sé. Nerviosa que estaba me quedé leyendo y con la luz encendida hasta alta horas de la madrugada, y así no hay forma. Está claro que la culpa es mía como siempre.
Ojala la vida fuera más amable con nosotros, y nosotros fuéramos más….
Pero, ¿qué más podemos ser?