Debo reconocerlo, me encanta hablar. No siempre, eso sí. Sólo durante las horas brujas, las que, sin previo aviso, te dejan laxo el cuerpo y el alma, y sin saber el porqué te hacen sacar a la luz ideas que nunca supiste como desgranar frente a terceros a pesar de haberlas rumiado hasta la saciedad en otros momentos menos propicios para exponerlas. Todo parece requerir de su liturgia, seguro: una compañía grata no dispuesta a diseccionarte absurdamente; una música música que, sin robarte el protagonismo que tampoco pretendes asumir, te arrope inconscientemente y te incentive a dejar de esconderte tras la roca; y una copa calida y conocida, no la social, impuesta por las circunstancias, que nunca sabes por qué has pedido y eres incapaz de ingerir, sino la que siempre discurre por tu garganta para proporcionarte una especia de seguridad en ti misma que ni siquiera le solicitaste, a decir verdad. Pero si me encanta hablar, como digo, aún me encanta más escuchar cuando hay algo que escuchar. Y ello suele surgir en momentos que pasan casi siempre desapercibidos al común de los mortales. Suelen ser palabras cotidianas, razonamientos a flor de piel, sueños intranscendentes para cubrir con cierta elegancia los acontecimientos amargos y absurdos de cada día. Son conversaciones aparentemente irrelevantes, próximas, en voz queda; emotivas, angustiosas, dubitativas; a fin de cuentas, como tantas otras muchas, intranscendentes para quien no estuviera dispuesto a prestar atención. La verdad es que nos pasamos media vida pidiéndonos socorro unos a otros sin que nadie nos socorra, y no por falta de intención de hacerlo, sino porque nadie nos suele prestar la suficiente atención para enterarse de nuestra petición. Yo tampoco suelo saber socorrer, pero sí creo saber escuchar, acompañar en silencio, intentar llenar un hueco sin hacer demasiado ruido, incluso prestar un pañuelo en el momento adecuado. Bueno, creo, al menos, que quiero hacerlo y que me sale de dentro sin demasiado esfuerzo. Seguro que conseguirlo es otra cosa.
También me encanta creer que no opino igual que los demás y que puedo verter mis opiniones sin razón alguna y menos aún con pretensión de influir en alguien. Cuando opino simplemente opino, nunca me planteo si mi opinión debe llegar a alguna parte, nunca siento la necesidad de adoctrinar o dirigir. Pero tampoco se me ocurre la posibilidad de excluir a los demás, a quienes no opinen de esa guisa, ni la de ser excluido por cometer tal afrenta, la de simplemente pensar libremente y exponerlo sin más.
Pero a pesar de lo escrito, lo cierto es que cada vez estoy más callada. No sé el porqué, pero lo adivino. La vida “es un ratico”, canta uno; los blog son “para pasarlo bien”, expone una amiga mientras me da un portazo en las narices. ¿Y qué nos queda a los que queremos pensar, compartir con los demás lo que pensamos y nos importa un bledo que nuestro pensamiento sea igual o distinto al de otros, que incluso nos encanta que sea distinto precisamente por algo tan simple como poder confrontarlo, rectificarlo o complementar el propio? Según parece no nos queda casi nada. ¡Que pena!
La vida no es un ratico, que va; la vida, por lo que veo, es un asco.