domingo, 14 de junio de 2009

Sin título. Total,¿para qué?



Debo reconocerlo, me encanta hablar. No siempre, eso sí. Sólo durante las horas brujas, las que, sin previo aviso, te dejan laxo el cuerpo y el alma, y sin saber el porqué te hacen sacar a la luz ideas que nunca supiste como desgranar frente a terceros a pesar de haberlas rumiado hasta la saciedad en otros momentos menos propicios para exponerlas. Todo parece requerir de su liturgia, seguro: una compañía grata no dispuesta a diseccionarte absurdamente; una música música que, sin robarte el protagonismo que tampoco pretendes asumir, te arrope inconscientemente y te incentive a dejar de esconderte tras la roca; y una copa calida y conocida, no la social, impuesta por las circunstancias, que nunca sabes por qué has pedido y eres incapaz de ingerir, sino la que siempre discurre por tu garganta para proporcionarte una especia de seguridad en ti misma que ni siquiera le solicitaste, a decir verdad. Pero si me encanta hablar, como digo, aún me encanta más escuchar cuando hay algo que escuchar. Y ello suele surgir en momentos que pasan casi siempre desapercibidos al común de los mortales. Suelen ser palabras cotidianas, razonamientos a flor de piel, sueños intranscendentes para cubrir con cierta elegancia los acontecimientos amargos y absurdos de cada día. Son conversaciones aparentemente irrelevantes, próximas, en voz queda; emotivas, angustiosas, dubitativas; a fin de cuentas, como tantas otras muchas, intranscendentes para quien no estuviera dispuesto a prestar atención. La verdad es que nos pasamos media vida pidiéndonos socorro unos a otros sin que nadie nos socorra, y no por falta de intención de hacerlo, sino porque nadie nos suele prestar la suficiente atención para enterarse de nuestra petición. Yo tampoco suelo saber socorrer, pero sí creo saber escuchar, acompañar en silencio, intentar llenar un hueco sin hacer demasiado ruido, incluso prestar un pañuelo en el momento adecuado. Bueno, creo, al menos, que quiero hacerlo y que me sale de dentro sin demasiado esfuerzo. Seguro que conseguirlo es otra cosa.
También me encanta creer que no opino igual que los demás y que puedo verter mis opiniones sin razón alguna y menos aún con pretensión de influir en alguien. Cuando opino simplemente opino, nunca me planteo si mi opinión debe llegar a alguna parte, nunca siento la necesidad de adoctrinar o dirigir. Pero tampoco se me ocurre la posibilidad de excluir a los demás, a quienes no opinen de esa guisa, ni la de ser excluido por cometer tal afrenta, la de simplemente pensar libremente y exponerlo sin más.
Pero a pesar de lo escrito, lo cierto es que cada vez estoy más callada. No sé el porqué, pero lo adivino. La vida “es un ratico”, canta uno; los blog son “para pasarlo bien”, expone una amiga mientras me da un portazo en las narices. ¿Y qué nos queda a los que queremos pensar, compartir con los demás lo que pensamos y nos importa un bledo que nuestro pensamiento sea igual o distinto al de otros, que incluso nos encanta que sea distinto precisamente por algo tan simple como poder confrontarlo, rectificarlo o complementar el propio? Según parece no nos queda casi nada. ¡Que pena!
La vida no es un ratico, que va; la vida, por lo que veo, es un asco.

sábado, 6 de junio de 2009

Mañana de ojalata (sin hache).

Me encanta saber que mañana será otro día. Si, ya sé que no deja de ser una falsa promesa, pero, al menos, como toda promesa que se precie, sea o no falsa, debiera tener algo, aunque sea muy poco, de posible, y, por tanto, de verdadera y probable dentro de un orden. Es algo así como morirse con la duda-casi-certeza-y-en-el-fondo-pequeña- esperanza de vivir para siempre. ¿Y por qué no? ¿Es mas honesto cerrarse todas las puertas y no dejar ni un pequeño resquicio? ¿Es más consecuente con una misma, salvo que una misma se desprecie hasta el infinito, asumir, sin rechistar, la poquedad que cree ser sin remisión? ¿Tiene una, para ser más una, la obligación de mirarse al espejo y ver necesariamente lo que es, sin permitirse el lujo de fantasear con la posibilidad de no llegar a reconocerse?
Me encanta saber que mañana será otro día, y como me encanta lo proclamo a los cuatro vientos sin pudor y sin recato alguno, ¡qué caray! Pues si, señores, y que conste en acta: hoy seguramente no valdrá la pena y sea simplemente un día más como otro cualquiera, mediocre, gris aunque luzca un sol de mil demonios, anodino, silencioso, cotidiano y tan vulgar y sin sentido como siempre, pero mañana ¡ni hablar! Mañana será otro día, y ojalá me encuentre dispuesta para ello, para que sea fantástico, que para todo hay que estarlo, por si acaso. Ojalá sea capaz de olvidarme, siquiera un poco, de algunos demás, esos que apuntalan sus angustias apoyándolas, sin ningún miramiento, sobre la endebléz e inconsistencia de mi ruinoso edificio, con autentico riesgo de que nos desmoronemos ambos. Ojalá me olvide de la aluminosis que sufre el mío propio, como consecuencia, entre otras muchas cosas, de una herencia que tal vez debí aceptar a beneficio de inventario y no pura y simplemente por buena voluntad. Y ojalá deje de pensar en mí, y piense tan sólo, aunque no me lo crea del todo, que mañana será otro día, y que seguro que valdrá la pena vivirlo sin importar cómo pueda resultar cuando concluya. Para entonces ya no valdrá la pena hacerse más reproches, seguro. Pero ¿y mientras?
PD. – A quien calla sin percatarse que el silencio nunca es bueno. Puede ser prudente. Puede ser acertado. Puede evitar males mayores. Pero si no hay mala intención, que no la hay si no se pretende, ¡nunca es la solución para nada y termina envenenando!Ojalá mañana sea otro día. Y ojalá hoy haya sabido explicarme.